miércoles, 11 de febrero de 2015

Benedicto XVI y la Liturgia (III)



Coincidiendo con el segundo aniversario de su abdicación del Trono de San Pedro, la que recordamos hoy, proseguimos con la serie dedicada a los escritos del Papa Emérito S.S. Benedicto XVI relativos a la liturgia. De ellos se desprende el lugar destacado que el Papa Emérito le dio a ésta durante su Pontificado (2005-2013), recordándonos en todo momento que la liturgia debe estar en el centro de la vida de la Iglesia y de todo cristiano. Sus enseñanzas son un llamado apremiante «a hacer que la liturgia sea comprendida de un modo siempre más profundo y celebrada dignamente» (Benedicto XVI, Opera omnia, Prefacio al Tomo IX, Teologia della Liturgia, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, 2010, 9). 

  


1. Benedicto XVI, Encuentro con los sacerdotes de la diócesis de Albano, Castelgandolfo, 31 de agosto de 2006



Por lo que respecta a la vida interior, a la que usted ha aludido, es esencial para nuestro servicio sacerdotal. El tiempo que dedicamos a la oración no es un tiempo sustraído a nuestra responsabilidad pastoral, sino que es precisamente “trabajo” pastoral, es orar también por los demás. En el «Común de pastores» se lee que una de las características del buen pastor es que «multum oravit pro fratribus». Es propio del pastor ser hombre de oración, estar ante el Señor orando por los demás, sustituyendo también a los demás, que tal vez no saben orar, no quieren orar o no encuentran tiempo para orar. Así se pone de relieve que este diálogo con Dios es una actividad pastoral.


Por consiguiente, la Iglesia nos da, casi nos impone –aunque siempre como Madre buena– dedicar tiempo a Dios, con las dos prácticas que forman parte de nuestros deberes: celebrar la santa misa y rezar el breviario. Pero más que recitar, hacerlo como escucha de la Palabra que el Señor nos ofrece en la liturgia de las Horas. Es preciso interiorizar esta Palabra, estar atentos a lo que el Señor nos dice con esta Palabra, escuchar luego los comentarios de los Padres de la Iglesia o también del Concilio, en la segunda lectura del Oficio de lectura, y orar con esta gran invocación que son los Salmos, a través de los cuales nos insertamos en la oración de todos los tiempos. Ora con nosotros el pueblo de la antigua Alianza, y nosotros oramos con él. Oramos con el Señor, que es el verdadero sujeto de los Salmos. Oramos con la Iglesia de todos los tiempos. Este tiempo dedicado a la liturgia de las Horas es tiempo precioso. La Iglesia nos da esta libertad, este espacio libre de vida con Dios, que es también vida para los demás.


Así, me parece importante ver que estas dos realidades, la Santa Misa, celebrada realmente en diálogo con Dios, y la liturgia de las Horas, son zonas de libertad, de vida interior, que la Iglesia nos da y que constituyen una riqueza para nosotros. Como he dicho, en ellas no sólo nos encontramos con la Iglesia de todos los tiempos, sino también con el Señor mismo, que nos habla y espera nuestra respuesta. Así aprendemos a orar, insertándonos en la oración de todos los tiempos y nos encontramos también con el pueblo.


Pensemos en los Salmos, en las palabras de los profetas, en las palabras del Señor y de los Apóstoles; pensemos en los comentarios de los santos Padres. Hoy tuvimos el maravilloso comentario de san Columbano sobre Cristo, fuente de «agua viva», de la que bebemos. Orando nos encontramos también con los sufrimientos del pueblo de Dios hoy. Estas oraciones nos hacen pensar en la vida de cada día y nos guían al encuentro con la gente de hoy. Nos iluminan en este encuentro, porque a él no sólo acudimos con nuestra pequeña inteligencia, con nuestro amor a Dios, sino que también aprendemos, a través de esta palabra de Dios, a llevarles a Dios. Esto es lo que ellos esperan: que les llevemos el «agua viva», de la que habla hoy san Columbano.


La gente tiene sed. Y trata de apagar esta sed con diversas diversiones. Pero comprende bien que esas diversiones no son el «agua viva» que necesitamos. El Señor es la fuente del «agua viva». Pero en el capítulo 7 de san Juan nos dice que todo el que cree se convierte en una «fuente», porque ha bebido de Cristo. Y esta «agua viva» (v. 38) se transforma en nosotros en agua que brota, en una fuente para los demás.


Así, tratemos de beberla en la oración, en la celebración de la Santa Misa, en la lectura; tratemos de beber de esta fuente para que se convierta en fuente en nosotros, y podamos responder mejor a la sed de la gente de hoy, teniendo en nosotros el «agua viva», teniendo la realidad divina, la realidad del Señor Jesús, que se encarnó. Así podremos responder mejor a las necesidades de nuestra gente.




2. Benedicto XVI, Discurso al final del encuentro con los obispos de Suiza, 9 de noviembre de 2006



Por eso, la pastoral tiene como misión fundamental enseñar a orar y aprenderlo personalmente cada vez más. Hoy existen escuelas de oración, grupos de oración; se ve que la gente la desea. Muchos buscan la meditación en alguna otra parte, porque piensan que en el cristianismo no pueden encontrar la dimensión espiritual. Nosotros debemos mostrarles de nuevo que esta dimensión espiritual no sólo existe, sino que además es la fuente de todo.


Con este fin debemos multiplicar esas escuelas de oración, donde se enseñe a orar juntos, donde se pueda aprender la oración personal en todas sus dimensiones: como escucha silenciosa de Dios, como escucha que penetra en su Palabra, que penetra en su silencio, que sondea su acción en la historia y en mi persona; comprender también su lenguaje en mi vida y luego aprender a responder orando con las grandes plegarias de los Salmos del Antiguo y del Nuevo Testamento.


Las palabras para dirigirnos a Dios no las tenemos por nosotros mismos, sino que nos han sido concedidas: el Espíritu Santo mismo ya ha formulado palabras de oración para nosotros; podemos penetrar en ellas, orar con ellas, aprendiendo así también la oración personal, aprendiendo cada vez más “a Dios” para tener certeza de él, aunque calle; para alegrarnos en Dios.


Este íntimo estar con Dios y, por tanto, la experiencia de la presencia de Dios es lo que nos permite experimentar continuamente, por decirlo así, la grandeza del cristianismo, y luego nos ayuda también a atravesar todos los pequeños detalles en los cuales, ciertamente, debemos vivirlo y realizarlo día a día, sufriendo y amando, en la alegría y en la tristeza.


Desde esta perspectiva, a mi entender, se ve el significado de la liturgia también precisamente como escuela de oración, en la que el Señor mismo nos enseña a orar, en la que oramos con la Iglesia, tanto en la celebración sencilla y humilde con unos cuantos fieles, como también en la fiesta de la fe. Ahora, en las diversas conversaciones, he vuelto a comprobar precisamente cuán importante es para los fieles, por una parte, el silencio en el contacto con Dios y, por otra, la fiesta de la fe; cuán importante es poder vivir la fiesta.


También el mundo tiene sus fiestas. Nietzsche llegó a decir: sólo podemos hacer fiesta si Dios no existe. Pero eso es absurdo: sólo puede haber una verdadera fiesta si Dios existe y nos toca. Y sabemos que estas fiestas de la fe abren de par en par el corazón de la gente y producen impresiones que ayudan con vistas al futuro. En mis visitas pastorales a Alemania, Polonia y España he comprobado nuevamente que allí la fe se vive como una fiesta y que acompaña luego a las personas y las guía. 


3. Benedicto XVI. Discurso en el encuentro con los párrocos y sacerdotes de la diócesis de Roma, 22 de febrero de 2007


En la liturgia el Señor nos enseña a rezar, primero dándonos su Palabra y después introduciéndonos mediante la oración eucarística en la comunión con su misterio de vida, de cruz y de resurrección. San Pablo dijo en una ocasión que «no sabemos cómo pedir para orar como conviene» (Rm 8, 26): no sabemos cómo rezar, qué decirle a Dios. Por eso Dios nos ha dado las palabras para la oración, tanto en el Salterio, como en las grandes oraciones de la sagrada liturgia o en la misma liturgia eucarística.


Aquí nos enseña a rezar. Entramos en la oración que se ha formado a lo largo de los siglos bajo la inspiración del Espíritu Santo, y nos unimos al coloquio de Cristo con el Padre. Por tanto, la liturgia es sobre todo oración: primero escucha y después respuesta, sea en el salmo responsorial, sea en la oración de la Iglesia, sea en la gran plegaria eucarística. La celebramos bien, si la celebramos con actitud “orante”, uniéndonos al misterio de Cristo y a su coloquio de Hijo con el Padre. Si celebramos la Eucaristía de este modo, primero como escucha y después como respuesta, o sea, como oración con las palabras indicadas por el Espíritu Santo, la celebramos bien. Y la gente es atraída a través de nuestra oración común hacia la comunidad de los hijos de Dios.



4. Benedicto XVI, Homilía en la Vigilia Pascual, 22 de marzo de 2008



En la Iglesia antigua existía la costumbre de que el obispo o el sacerdote, después de la homilía, exhortara a los creyentes exclamando: «Conversi ad Dominum», «Volveos ahora hacia el Señor». Eso significaba ante todo que ellos se volvían hacia el Este, en la dirección por donde sale el sol como signo de Cristo que vuelve, a cuyo encuentro vamos en la celebración de la Eucaristía. Donde, por alguna razón, eso no era posible, dirigían su mirada a la imagen de Cristo en el ábside o a la cruz, para orientarse interiormente hacia el Señor. Porque, en definitiva, se trataba de este hecho interior: de la conversio, de dirigir nuestra alma hacia Jesucristo y, de ese modo, hacia el Dios vivo, hacia la luz verdadera.


Además, se hacía también otra exclamación que aún hoy, antes del Canon, se dirige a la comunidad creyente: «Sursum corda», «Levantemos el corazón», fuera de la maraña de nuestras preocupaciones, de nuestros deseos, de nuestras angustias, de nuestra distracción. Levantad vuestro corazón, vuestra interioridad. Con ambas exclamaciones se nos exhorta de alguna manera a renovar nuestro bautismo. Conversi ad Dominum: siempre debemos apartarnos de los caminos equivocados, en los que tan a menudo nos movemos con nuestro pensamiento y nuestras obras. Siempre tenemos que dirigirnos a él, que es el camino, la verdad y la vida. Siempre hemos de ser «convertidos», dirigir toda la vida a Dios. Y siempre tenemos que dejar que nuestro corazón sea sustraído de la fuerza de gravedad, que lo atrae hacia abajo, y levantarlo interiormente hacia lo alto: hacia la verdad y el amor.


En esta hora damos gracias al Señor, porque en virtud de la fuerza de su palabra y de los santos sacramentos nos indica el itinerario correcto y atrae hacia lo alto nuestro corazón. Y lo pedimos así: Sí, Señor, haz que nos convirtamos en personas pascuales, hombres y mujeres de la luz, llenos del fuego de tu amor. Amén




5. Benedicto XVI, lectio divina en el encuentro con los párrocos y sacerdotes de la diócesis de Roma, 10 de marzo de 2011



Y el último versículo: «Cuando terminó de hablar, se puso de rodillas y oró con todos ellos» (Hch 20, 36). Al final, el discurso se transforma en oración y san Pablo se arrodilla. San Lucas nos recuerda que también el Señor en el Huerto de los Olivos oró de rodillas, y nos dice que del mismo modo san Esteban, en el momento del martirio, se arrodilló para orar. Orar de rodillas quiere decir adorar la grandeza de Dios en nuestra debilidad, dando gracias al Señor porque nos ama precisamente en nuestra debilidad. Detrás de esto aparece la palabra de san Pablo en la carta a los Filipenses, que es la transformación cristológica de una palabra del profeta Isaías, el cual, en el capítulo 45, dice que todo el mundo, el cielo, la tierra y el abismo, se arrodillará ante el Dios de Israel (cfr. Is 45, 23). Y san Pablo precisa: Cristo bajó del cielo a la cruz, la obediencia última. Y en este momento se realiza esta palabra del Profeta: ante Cristo crucificado todo el cosmos, el cielo, la tierra y el abismo, se arrodilla (cfr. Flp 2, 10-11). Él es realmente expresión de la verdadera grandeza de Dios. La humildad de Dios, el amor hasta la cruz, nos demuestra quién es Dios. Ante él nos ponemos de rodillas, adorando. Estar de rodillas ya no es expresión de servidumbre, sino precisamente de la libertad que nos da el amor de Dios, la alegría de estar redimidos, de unirnos con el cielo y la tierra, con todo el cosmos, para adorar a Cristo, de estar unidos a Cristo y así ser redimidos.



6. Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Congreso de la Fundación ‘Romano Guardini’ de Berlín, 29 de octubre de 2010 


En su acompañamiento a la juventud, Guardini buscó también una nueva aproximación a la liturgia. Para él, el redescubrimiento de la liturgia fue un redescubrir la unidad de cuerpo y espíritu en la totalidad de un único ser humano, ya que la acción litúrgica es siempre un acto al mismo tiempo corporal y espiritual. El rezar se expande a través del actuar corporal y comunitario, y así se revela la unidad de toda la realidad. La liturgia es un acto simbólico. El símbolo por excelencia de la unidad entre lo espiritual y lo material se pierde donde ambos aspectos se separan, donde el mundo se quiebra en una dualidad de cuerpo y espíritu, objeto y sujeto. Guardini estaba profundamente convencido de que el hombre es espíritu en un cuerpo y cuerpo en un espíritu y que, por tanto, la liturgia y el símbolo lo conducen a la esencia de sí mismo. Lo llevan en definitiva, a través de la adoración, a la verdad.


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