martes, 29 de marzo de 2016

El nombre de Dios es misericordia

El papa Francisco convocó un Año jubilar de la misericordia entre el 8 de diciembre de 2015 y el 20 de noviembre de 2016 a través de la bula Misericordiae Vultus. Su objetivo es profundizar en la correcta implantación del Concilio Vaticano II y situar en un lugar central la Divina Misericordia, con el fortalecimiento de la confesión. Además, para favorecer el encuentro de los fieles con la misericordia de Dios dio una larga entrevista a Andrea Tornielli, periodista del diario La Stampa, que fue recogida en forma de libro y traducido a veinte idiomas. Éste lleva por título El nombre de Dios es misericordia. Para animarlos a su lectura, deseando que este Año Santo sea de inmenso provecho espiritual para todo el Pueblo de Dios, reproducimos algunos pasajes seleccionados por nuestro equipo de Redacción de la edición española comercializada por la Editorial Planeta y desde enero pasado disponible en librerías. Más información sobre el Jubileo en esta entrada




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El nombre de Dios es misericordia
Una conversación con Andrea Tornielli

Francisco P.P.


¿Qué es para usted la misericordia?

Etimológicamente, misericordia significa abrir el corazón al miserable. Y enseguida vamos al Señor: misericordia es la actitud divina que abraza, es la entrega de Dios que acoge, que se presta a perdonar. Jesús ha dicho que no vino para justos, sino para los pecadores. No vino para los sanos, que no necesitan médico, sino para los pecadores. No vino para los sanos, que no necesitan médico, sino para los enfermos. Por eso se puede decir que la misericordia es el carné de identidad de nuestro Dios, Dios de misericordia. Dios misericordioso. Para mí, éste es realmente el carnet de identidad de nuestro Dios. Siempre me ha impresionado leer la historia de Israel como se cuenta en la Biblia, en el capítulo 16 del Libro de Ezequiel. La historia compara Israel con una niña a la que no le cortó el cordón umbilical, sino que fue dejada en medio de la sangre, abandonada. Dios la vio debatirse en la sangre, la limpió, la untó, la vistió y, cuando creció, la adornó con sede y joyas. Pero ella, enamorada de su propia belleza, se prostituyó, no dejando que le pagaran, sino pagando ella misma a sus amantes.  Pero Dios no olvidará su alianza y la pondrá por encima de sus hermanas mayores, para que Israel se acuerde y se avergüence (Ezequiel 16, 63), cuando le sea perdonado lo que ha hecho.

El papa Francisco posternado durante su primer Oficio de Viernes Santo (2013)
(Foto: Euronews)

Ésta para mí es una de las mayores revelaciones: seguirás siendo el pueblo elegido, te serán perdonados todos tus pecados. Eso es: la misericordia está profundamente unidad a la fidelidad de Dios. El Señor es fiel porque no puede renegar de sí mismo. Lo explica bien San Pablo en la Segunda Carta a Timoteo (2, 13): «Si somos infieles, Él permanece fiel, pues no puede renegar de sí mismo». Tú puedes renegar de Dios, tú puedes pecar contra Él, pero Dios no puede renegar de sí mismo, Él permanece fiel.

¿Qué lugar y qué significado tienen en su corazón, en su vida e historia persona, la misericordia? ¿Recuerda cuándo tuvo, de niño, la primera experiencia de la misericordia?

Puedo leer mi vida a través del capítulo 16 del Libro del profeta Ezequiel. Leo estas páginas y me digo: «Pero esto parece escrito expresamente para mí». El profeta habla de la vergüenza, y la vergüenza es una gracia: cuando uno sienta la misericordia de Dios, experimenta una gran vergüenza de sí mismo, de su propio pecado. Hay un bonito ensayo de un gran estudio de la espiritualidad, el padre Gaston Fessard, dedicado a la vergüenza en su libro La Dialectique des exercises spirituels de Saint Ignace de Loyola (París, Aubier, 1956). La vergüenza es una de las gracias que san Ignacio hace pedir en la confesión de los pecados frente a Cristo crucificado. Ese texto de Ezequiel nos enseña a avergonzarnos, nos permite avergonzarnos: con toda tu historia de miseria y de pecado, Dios te sigue siendo fiel y te levantada. Eso es lo que yo siento. No tengo recuerdos concretos de cuando era niño. Pero sí de muchacho. Pienso en el padre Carlos Duarte Ibarra, el confesor que vi en mi parroquia ese 21 de septiembre de 1953, el día en que la Iglesia celebra a san Mateo apóstol y evangelista. Tenía diecisiete años. Me sentí acogido por la misericordia de Dios confesándome con él.  Ese sacerdote era originario de Corrientes, pero estaba en Buenos Aires curándose de una leucemia. Murió al año siguiente. Recuerdo aún que después de su funeral y de su entierro, al regresar a casa, me sentí como su me hubieran abandonado. Y lloré mucho aquella noche, mucho, oculto en mi habitación. ¿Por qué? Porque había perdido a una persona que me hacía sentir la misericordia de Dios, ese miserando atque eligendo, una expresión que entonces no conocía y que después elegí como lema episcopal [nota de la Redacción: véase aquí su explicación]. La reencontraría a continuación, en las homilías del monje inglés san Beda el Venerable, quien, describiendo la vocación de san Mateo, escribe: «Jesús vio a un publicano y, como lo miró con sentimiento de amir y lo eligió, le dijo: “Sígueme”». Esta es la traducción que comúnmente se ofrece de san Beda. A mí me gusta traducir miserando, con un gerundio que no existe, misericordiando, regalándole misericordia. Así pues, misericordiándolo y escogiéndolo, para describir la mirada de Jesús que da misericordia y elige, se lleva consigo.



Escudo del papa Francisco
(Fuente: Santa Sede)

[…]

En su opinión, ¿por qué este tipo tiempo nuestro y esta humanidad nuestra tienen tanta necesidad de misericordia?

Porque es una humanidad herida, una humanidad que arrastra heridas profundas. No sé cómo curarlas o cree que no es posible curarlas. Y no se trata tan solo de enfermedades sociales y de las personas heridas por la pobreza, por la exclusión social, por las esclavitudes del tercer milenio. También el relativismo hiere mucho a las personas: todo parece igual, todo parece lo mismo. Esta humanidad necesita misericordia. Pío XII, hace más de medio siglo, dijo que el drama de nuestra época era haber extraviado el sentido del pecado, la conciencia del pecado. A esto se suma hoy el drama de considerar nuestro mal, nuestro pecado, como incurable, como algo que no puede ser curado y perdonado. Falta la experiencia concreta de la misericordia. La fragilidad de los tiempos en que vivimos es también esta: creer que no existe posibilidad alguna de rescate, una mano que te levanta, un abrazo que te salva, que te perdona, te inunda de un amor infinito, paciente, indulgente; te vuelve a poner en camino. Necesitamos misericordia. Debemos preguntarnos por qué tantas personas, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos de cualquier extracción social, recurren hoy a los magos y quiromantes. El cardenal Giacomo Biffi [nota de la Redacción: de quien hemos hablado en esta entrada] solía citar estas palabras del escritor inglés Gilbert Keith Chesterton: «Quien no crea en Dios no es cierto que no crea en nada, pues empieza a creer en todo». Una vez le oír decir a una persona: «En la época de mi abuela bastaba el confesor, hoy mucha gente confía en los quiromantes…». Hoy se busca la salvación donde se puede.

Pero estos fenómenos a los que usted alude, como los magos y los quiromantes, siempre han existido en la historia de la humanidad.

Sí, verdad, siempre ha habido adivinos, magos, quiromantes. Pero no había tanta gente buscando en ellos salud y consejo espiritual. Las personas buscan sobre todo a alguien que las escuche. Alguien dispuesto a dar su propio tiempo para escuchar sus dramas y sus dificultades. Es lo que yo llamo «el apostolado de la oreja», y es importante. Muy importante. Me oigo decir a los confesores: «Hablen, escuchen con paciencia y sobre todo díganle a las personas que Dios las quiere bien. Y si el confesor no puede absolver, que explique por qué, pero que dé de todos modos una bendición, aunque sea sin absolución sacramental. El amor de Dios también existe para quien no está en la disposición de recibir el sacramento: también ese hombre o esa mujer, ese joven o esa chica son amados por Dios, son buscados por Dios, están necesitados de bendición. Sed tiernos con esas personas. No las alejéis. La gente sufre. Ser confesor es una gran responsabilidad. Los confesores tienen frente a ellos a sus ovejas descarriadas que Dios tanto ama; si no les dejamos advertir su amor y la misericordia de Dios, se alejan y quizá no vuelvan más. Así pues, abrácenlas y sean misericordiosos, aunque no puedan absolverlas. Denles de todos modos una bendición». Yo tengo una sobrina que se ha casado civilmente con un hombre antes de que este obtuviera la nulidad matrimonial. Querían casarse, se amaban, querían hijos y han tenido tres. El tribunal le había asignado también a él la custodia de los hijos que tuvo en su primer matrimonio. Este hombre era tan religioso que todos los domingos, yendo a misa, iba al confesionario y le decía al sacerdote: «Sé que usted no me puede absolver, pero he pecado en esto y en aquello otro, deme una bendición». Esto es un hombre formado religiosamente.

El papa Francisco confesando a un penitente durante la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro
(Foto: Dagorret)

¿Por qué es tan importante confesarse? Usted fue el primer papa en hacerlo públicamente, durante las liturgias penitenciales de Cuaresma, en San Pedro… Pero ¿no bastaría, en el fondo, con arrepentirse y pedir perdón solos, enfrentarse solos con Dios?

Fue Jesús quien les dijo a sus apóstoles: «Aquellos a quienes perdonen los pecados, serán perdonados; aquellos a quienes no se los perdonen, no serán perdonados» (Evangelio de san Juan 20, 19-23). Así pues, los apóstoles y sus sucesores —los obispos y los sacerdotes que son sus colaboradores— se convierten en instrumentos de la misericordia de Dios. Actúan in persona Christi. Esto es muy hermoso. Tiene un profundo significado, pues somos seres sociales. Si tú no eres capaz de hablar de tus errores con tu hermano, ten por seguro que no serás capaz de hablar tampoco con Dios y que acabarás confesándote con el espejo, frente a ti mismo. Somos seres sociales y el perdón tiene un aspecto social, pues también la humanidad, mis hermanos y hermanas, la sociedad, son heridos por mi pecado. Confesarme con un sacerdote es un modo de poner mi vida en las manos y en el corazón de otro, que en ese momento actúa en nombre y por cuenta de Jesús. Es una manera de ser concretos y auténticos: estar frente a la realidad mirando a otra persona y no a uno mismo reflejado en un espejo. San Ignacio, antes de cambiar de vida y entender que tenía que convertirse en soldado de Cristo, había combatido en la batalla de Pamplona. Formaba parte del ejército del rey de España, Carlos V de Habsburgo, y se enfrentaba al ejército francés. Fue herid gravemente y creyó que iba a morir. En aquel momento no había ningún cura en el campo de batalla. Y entonces llamó a un conmilitón suyo y se confesó con él, le dijo a él sus pecados. El compañero no podía absolverlo, era un laico, pero la exigencia de estar frente a otro en el momento de la confesión era tan sincera que decidió hacerlo así. Es una bonita lección. Es cierto que puedo hablar con el Señor, pedirle enseguida perdón a Él, implorárselo. Y el Señor perdona, enseguida. Pero es importante que vaya al confesionario, que me ponga a mí mismo frente a un sacerdote que representa a Jesús, que me arrodille frente a la Madre Iglesia llamada a distribuir la misericordia de Dios. Hay una objetividad en este gesto, en arrodillarse frente al sacerdote, que en ese momento es el trámite de la gracia que me llega y me cura. Siempre me ha conmovido ese gesto de la tradición de las Iglesias orientales, cuando el confesor acoge al penitente poniéndola la estola en la cabeza y un brazo sobre los hombres, como en un abrazo. Es una representación plástica de la bienvenida y de la misericordia. Recordemos que no estamos allí en primer lugar para ser juzgados. Es cierto que hay un juicio en la confesión, pero hay algo más grande que el juicio que entra en juego. Es estar frente a otro que actúa in persona Christi para acogerte y perdonarte. Es el encuentro con la misericordia.



Nota de la Redacción: El texto aquí reproducido está tomado de Francisco, El nombre de Dios es misericordia. Una conversación con Andrea Tornielli, trad. de M.ª  Ángeles Cabré, Santiago, Planeta, 2016, pp. 29-32 y 36-39.  

Actualización [9 de enero de 2017]: Hace algunos días fue ordenado sacerdote Philip Johnson, diácono de la diócesis de Raleigh, Carolina del Norte (Estados Unidos de América). Su historia ha sido difundida por muchos sitios estadounidenses, pues se trata de un antiguo marino que a los 24 años fue diagnóstico de un cáncer incurable. El tratamiento aplicado ayudó a detener el avance del tumor y Johnson fue aceptado en el seminario. El tumor quedó detenido y así ha estado por más de diez años, lo que ha permitido que Johnson sea ordenado y que, Dios mediante, pueda servir por muchos años a la Iglesia. Un bonito milagro debido a la misericordia de Dios, que sabe que los obreros de su mies son pocos. Véase aquí la noticia de su ordenación sacerdotal publicada por The New Liturgical Movement

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