jueves, 25 de agosto de 2016

50 años de Magnificat: homilía de la XII Domínica después de Pentecostés (7 de agosto de 2016)

Ponemos a disposición de nuestros lectores la valerosa homilía pronunciada por nuestro capellán, Rvdo. Milan Tisma Díaz, en la XII Domínica después de Pentescostés, que coincidió con el quincuagésimo aniversario de nuestra Asociación. En efecto, un domingo 7 de agosto de 1966, en la misma iglesia que hoy nos alberga, por entonces perteneciente a un convento de clarisas, se celebró la primera Misa de Magnificat conforme a los libros litúrgicos aprobados en 1962 por San Juan XXIII. Sobre dicha Misa publicamos precedentemente una crónica en esta bitácora. 

En la homilía del Rvdo. Tisma no faltaron emotivas palabras de gratitud hacia nuestro Presidente, el Dr. Julio Retamal Favereau, Profesor Emérito de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile, quien desde la primera hora ha luchado incansablemente en la ciudad de Santiago de Chile por el apostolado de la Misa tradicional y por el depósito de fe indisolublemente unido a ella.

 Jan Wijnants, La parábola del Buen Samaritano (1670)

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XII Domínica después de Pentecostés

"El buen samaritano"

7 de agosto de 2016

El Señor enseña que el camino para alcanzar la vida eterna consiste en el fiel cumplimiento de la ley de su Padre Dios. Los diez mandamientos, que entregó Dios a Moisés en el monte Sinaí, son la expresión concreta y clara de la ley natural. Pertenece a la doctrina cristiana la existencia de la ley natural, que es la participación de la ley eterna en la criatura racional y que ha sido impresa en la conciencia de cada ser humano creado por Dios. Es evidente, por tanto, que la ley natural, expresada en los diez mandamientos, no puede cambiar ni pasa de moda, ya que no depende de la voluntad del hombre ni de las circunstancias cambiantes de los tiempos.

Nuestro Señor alaba y acepta el resumen de la ley que hace el escriba judío: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Se ve que hay una jerarquía y un orden en estos dos mandamientos que constituyen un doble precepto de la caridad: ante todo y sobre todo amar a Dios por sí mismo, por ser Él quien es; en segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, por causa de Dios, amar al prójimo porque ésta es la voluntad explícita de Dios.

Este pasaje del Evangelio encierra también otra enseñanza fundamental: la ley de Dios no es algo negativo, un simple “no hacer”, sino algo positivo: es la clara manifestación de la voluntad divina, es el camino de la salvación , es nuestra maestra. Como dice la Escritura: “la ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante, los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón” (Salmo 18).

San Agustín, siguiendo a otros Padres de la Iglesia identifica al Señor con el buen samaritano y al hombre asaltado por los ladrones y mal herido con Adán, origen y figura de toda la humanidad caída. Movido por su gran compasión y misericordia, Nuestro Señor baja a la tierra a curar las llagas del hombre haciéndolas suyas propias. Viene a sanar nuestras heridas y a curar los corazones desgarrados con el aceite de la misericordia, con el vino de su sangre redentora y luego viene a alojarnos en la hospedería de su Iglesia, fundada por Él en la tierra y que recibe en su seno a los pecadores y ofrece el alivio a sus almas con dones espirituales.

Hace justo cincuenta años, más precisamente el 24 de julio de 1966, el Cardenal Ottaviani enviaba a todos los Obispos del mundo una carta circular sobre algunas opiniones erróneas en la interpretación del Concilio Vaticano II. Esos errores, concernientes a la divina revelación, a las fórmulas dogmáticas, a la mismísima persona adorable de Nuestro Señor Jesucristo, a la liturgia de los sacramentos y a otros puntos centrales del edificio de la fe católica, eran recogidos y presentados sumariamente en aquella carta para que los señores obispos cuidaran de frenarlos y prevenirlos. Sólo siete años después, en una conocida homilía, el beato Pablo VI se quejaba amargamente de la “ola de profanidad, desacralización, secularización, que sube, que oprime y que quiere confundir y desbordar […] Se diría que a través de una grieta ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios. Hay dudas, incertidumbres, problemática, inquietud, insatisfacción, confrontación”. Un panorama doctrinal y litúrgico verdaderamente desolador, que no ha hecho más que profundizarse en las últimas décadas.

 Julio Retamal como maestro de ceremonias durante una Misa Solemne celebrada por el R.P. Osvaldo Lira Pérez, SS.CC. (1973)

Hace también cincuenta años, un domingo como hoy, 7 de agosto, en esta misma iglesia capitalina de Nuestra Señora de la Victoria, entraban el Rvdo. Padre Miguel Contardo SJ, quien esta mañana nos acompaña el coro, y nuestro querido y respetado presidente, el Dr. Julio Retamal Favereau, para iniciar, con la asistencia del Buen Dios, una aventura que llega hasta nuestros días. Su propósito era claro y firme: mantener la celebración de la Santa Misa romana en su forma tradicional, y con ella, conservar y transmitir todo el patrimonio de la tradición católica unido a ella para beneficio de las generaciones futuras. En medio de la desolación eclesial había que proteger ese fuego sagrado para que no se extinguiera. Para que no fuera robado por maleantes, como narra el Evangelio de este domingo.

Diríase que al ver al mundo y a la propia Iglesia caídos en manos de ladrones, despojados y medio muertos, heridos terriblemente por los males de una propia y verdadera revolución, el Buen Dios, suscitó corazones valientes y generosos, aquí y allá, para que sirvieran de samaritanos, llevando cura y alivio a muchas almas atribuladas. La medicina utilizada principalmente ha sido la Misa tradicional, caudal inagotable de gracia y santidad.

Han sido cincuenta años arduos, llenos de incomprensiones, palpando la precariedad de los medios humanos, gustando la hiel del rechazo, viendo tristemente, en muchas ocasiones, en el rostro de la Iglesia, más las facciones de una madrastra severa y lejana, que la de la madre a la que amamos y necesitamos. Pero aquí estamos y somos lo que somos, por la gracia de Dios.

Damos gracias al Señor por estos cincuenta años de apostolado prácticamente ininterrumpido, por la constancia y firmeza de don Julio, por la generosidad de nuestros bienhechores, por la continua presencia de los fieles. Damos gracias aún por los momentos tristes y amargos. Todo ha concurrido para nuestro bien, porque el camino de la santidad es siempre arduo. Pedimos al Señor que perdone nuestros yerros y supla nuestras deficiencias. Todo esto lo ponemos hoy espiritualmente sobre la patena del ofertorio como una hostia viva y santa en la presencia de Dios.

Gracias, don Julio, por esta obra que encuentra en Ud. buena parte de su inspiración y apoyo humano y material. Como Ud. mismo señalara en ocasión no muy lejana, ni su obra como docente e historiador, ni su carrera diplomática o artística, nada es tan importante en su vida como este legado que nos transmite: el apostolado de la Santa Misa tradicional.

Es misión de las nuevas generaciones recoger este fuego sagrado y cuidarlo para que crezca y se desarrolle e ilumine a nuestros prójimos. Afirmemos nuestra fe católica cantando el Credo y culminemos nuestra acción de gracias cantando Te Deum.

 Imagen tomada durante la homilía de la Santa Misa cantada del 7 de agosto pasado. En el  coro, el primero de la derecha es el P. Miguel Contardo SJ.

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