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martes, 29 de agosto de 2017

Thomas Mann y la liturgia católica

Thomas Mann, autor de novelas inmortales como Los Buddenbrook (1901), La montaña mágica (1924) o el Doktor Faustus (1947) y de numerosos relatos magistrales, como La muerte en Venecia (1911), galardonado con el Premio de Literatura en 1929, nace en 1875 en el seno de una familia protestante perteneciente a la alta burguesía mercantil de Lübeck. En 1894 parte hacia Múnich, donde contraerá en 1904 matrimonio con Katia Pringsheim. Los Pringsheim, acaudalada familia industrial de raíces hebreas y originaria de Silesia, eran grandes patronos de la cultura y las artes. Pese a que durante la Primera Guerra se manifestó cercano a posiciones nacionalistas, Thomas Mann será después el más destacado intelectual opositor al régimen del Tercer Reich, lo que le significará un largo exilio, primero brevemente en Francia, luego en Suiza y, a partir de 1938, en los EE.UU., con una primera estación en Princeton y luego en Pacific Palisades (Los Ángeles, California). En 1952 retorna a Europa, tomando residencia en Suiza hasta su muerte, acaecida en 1955.

En la vida y obra de Mann estuvo siempre presente una cierta tensión entre el Norte protestante y el soleado y católico Mediodía. Su madre, Julia da Silva-Bruhns, nacida en Brasil como hija del matrimonio de un alemán y de una criolla de origen portugués, fue bautizada por el rito católico, mientras que sus hijos serían bautizados como luteranos. Algunos años luego de la muerte de Thomas Mann, su nieto favorito, Frido (1940), retratado por su abuelo como el niño Eco en Doktor Faustus, se convertiría al catolicismo, aunque acabaría por abandonar la Iglesia en 2009, motivado, según manifestó, por el levantamiento de la excomunión a los cuatro obispos ordenados por Monseñor Lefebvre.

Thomas Mann (der.) junto a su hermano Heinrich en 1902

Después de recibir el Premio Nobel de Literatura, en enero de 1930 Thomas Mann pasa unos días en Ettal, Baviera, donde redacta el escrito autobiográfico Relato de mi vida (Lebensabriss), que abarca desde su nacimiento hasta la obtención de dicho galardón. En dicho texto encontramos dos referencias a la impresión que la liturgia católica causó en este protestante que fue un buscador infatigable de la belleza y la perfección. 

El primer recuerdo dice relación con el viaje a Roma que Thomas Mann realizó entre julio y octubre de 1895. En esa ciudad vivía su hermano Heinrich (1871-1950), también escritor, y cuatro años mayor. Cuenta nuestro autor cuánto le impresionó la Santa Misa celebrada por el Cardenal Mariano Rampolla del Tindaro (1843-1913), Secretario de Estado de León XIII (1878-1903), en la Basílica de San Pedro del Vaticano. 

Considerábamos Roma como un refugio de nuestra existencia anómala, y yo al menos no vivía allí por amor al sur, que en el fondo no me gustaba, sino sencillamente porque en mi patria no había todavía sitio para mí. Las impresiones estéticas e históricas que aquella ciudad puede ofrecer las acogí con respeto, pero sin tener el sentimiento de que afectasen is asuntos ni de que pudiera serme de utilidad inmediata. Las esculturas antiguas del Vaticano me atraían más que las pinturas del Renacimiento. El Juicio final me conmovió, pues lo vi como apoteosis de mi estado de ánimo, completamente antihedonista, pesimista-moralista. Prefería visitar San Pedro cuando celebraba Misa, con una humildad llena de pompa, Rampolla, el cardenal secretario de Estado. Era una personalidad extraordinariamente decorativa, y por razones estéticas lamenté que motivos diplomáticos impidieran su elevación al pontificado.   

 El Cardenal Rampolla (retrato de Philip de Lázsló, 1900)

Algo cabe decir del mentado Cardenal Rampolla, quien fue uno de los favoritos para suceder a León XIII en el solio pontificio. Al comienzo del cónclave sus posibilidades eran las más altas de todo el Colegio Cardenalicio. De hecho, después de las dos primeras votaciones, la alternativa de la candidatura del cardenal Girolamo Maria Gotti (1834-1916) era borrosa. Fue entonces cuando al tercer día de cónclave, el 2 de agosto de 1903, el emperador austríaco Francisco José planteó, a través del cardenal Jan Puzyna de Kosielsko (1842-1911), arzobispo de Cracovia, el veto imperial contra el cardenal Rampolla, discretamente ya anunciado antes de que comenzase la elección. El Imperio Austro-Húngaro era una de las tres naciones católicas (las otras eran Francia y España) que gozaban del privilegio que concedía el llamado veto secular, veto papal o derecho de exclusión (en latín: ius exclusivæ). Al año siguiente, el cardenal Puzyna fue recompensado con la concesión de la condecoración más alta del imperio, la Gran Cruz de San Esteban de Hungría. La razón del veto provenía de la política filofrancesa y antiaustríaca que había tenido Rampolla durante su época como Secretario de Estado, a lo que se sumaba cierta antipatía personal del emperador austriaco hacia su persona debida a su actitud tras el suicidio de su hijo Rodolfo. Esa misma noche del 2 de agosto, el Cardenal Giuseppe Sarto, Patriarca de Venencia, recibió 30 votos contra los 21 de Rampolla. Los partidarios de este último decidieron entonces hacer converger los votos hacia el cardenal Sarto, sabiendo que tenía por entonces más posibilidades de ser elegido. El 4 de agosto de 1903 Sarto fue elegido como el 256° sucesor de San Pedro con 50 votos sobre los 62 cardenales participantes en el cónclave, y adoptó el nombre de Pío X. El primer acto del nuevo papa, sin embargo, fue abolir el veto secular merced de la Constitución Apostólica Commissum nobis, bajo amenaza de excomunión a quien lo utilizase. 

Los fieles aguardan expectantes la salida del nuevo Sumo Pontífice (San Pío X) luego del anuncio del Habemus Papam
(Foto: Wikimedia Commons)

El segundo recuerdo del escritor alemán tiene que ver con España y el viaje que a esa país realizó en la primavera de 1923, después de haber recorrido Holanda, Suiza y Dinamarca. El viaje lo hizo en barco, evitando la costa francesa como por entonces era obligado tras el resultado de la Primera Guerra Mundial, yendo desde Génova a Barcelona. De ahí se trasladó a Madrid, Sevilla y Granada. Después de atravesar la península, se dirigió al norte, a Santander y, a través del golfo de Viscaya, con parada en Plymouth, regresó a Hamburgo. Sólo tres años antes, en 1920, la Editorial Espasa había publicado la primera traducción castellana de Thomas Mann (un volumen que contenía La muerte en Venecia y Tristán), debida a José Pérez Bances (1880-1933).

Recordaré siempre el día de la Ascensión en Sevilla, con la Misa en la catedral, la magnífica música de órgano y la corrida de fiesta por la tarde. Pero, en conjunto, el sur andaluz me atrajo menos que el territorio español clásico: Castilla, Toledo, Aranjuez, la granítica fortaleza-monasterio de Felipe II, y aquel viaje a Segovia, dejando a un lado El Escorial, al otro lado del Guadarrama coronado de nieve. 

 Primera edición alemana de El elegido (1951)
(Imagen: Wikimedia Commons)

En sus años finales, el Mago, como era conocido Thomas Mann en su ambiente familiar, tuvo la oportunidad de ser recibido en audiencia privada por el papa Pío XII, quien se sentía atraído por la cultura alemana. Fue en abril de 1953 y la visita le causó el autor una gran emoción, al punto que llegó a calificarla como la culminación de su estadía en la Ciudad Eterna. De camino al Vaticano, "el espíritu lleno de dioses de este protestante nórdico, que vestía para la ocasión un traje negro-solemne, con el emblema rojo de la Legión de Honor en un ojal, se divertía en comentar: 'De seguir viviendo aquí, acabaría por volverme católico'. Al besarle el Anillo del Pescador no pudo dejar de acordarse de El Elegido [Der Erwählte]". Esta última es una novela publicada en 1951 que versa sobre las bajas pasiones y el arrepentimiento. En ella, el autor se sirve de la figura de Gregorius, el papa Gregorio V (996-999), y de la galería de personajes que pulularon a su alrededor para mostrar la corrupción de la Iglesia en el fin del primer milenio, pero sobre todo para explorar el alma humana. Junto a una convincente recreación de la época, lo más atractivo de esta gran novela de Mann son los pensamientos, sentimientos, las dudas y los conflictos personales a los que enfrenta a sus personajes. Tras visitar al Papa, y para hacer frente a las críticas habituales sobre sus gestos y actuaciones, Mann escribirá: "No me arrodillé ante un hombre y un político, sino ante un ídolo espiritualmente clemente que encarna los dos mil años de historia". 

Nota de la Redacción: Los dos textos aquí transcritos han sido tomados de Mann, T., Relato de mi vida, trad. de Andrés Sanchéz-Pascual, Madrid, Hermida Editores, 2016, pp. 19-20 y 52. Las citas respecto de la audiencia con el papa Pío XII fueron tomadas respectivamente de Bayón, F., "Una composición del siglo XX: vida de Thomas Mann", en Revista Anthropos. Huellas del conocimiento 210 (2006), p. 50, y de la reseña de Kurzke, H., Thomas Mann. La vida como obra de arte (trad. de Rosa Sala, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2003, 763 pp.) publicada por Jaime Siles en El Cultural

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