martes, 28 de noviembre de 2017

Liturgia reformada y autoridad magisterial

Seguidamente reproducimos un brevísimo artículo de opinión de Augusto Merino Medina, colaborador estable de esta bitácora, en el cual comenta su parecer sobre lo manifestado en agosto pasado por S.S. el papa Francisco en su discurso pronunciado ante los participantes de la LXVIII Semana Litúrgica Italiana.

(Foto: TG Vaticano)

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La autoridad magisterial y la liturgia reformada

Augusto Merino Medina

Desde el Concilio Vaticano II los papas prácticamente nunca más han recurrido a usar de modo solemne su autoridad de maestros supremos de la Iglesia. No ha habido definiciones del tipo de las que gozan de la infalibilidad concedida al Romano Pontífice en las determinadas y muy circunscritas ocasiones en que se obliga a los fieles a tener algo como revelación divina. Lo más cercano que hemos presenciado a una definición de tal naturaleza ha sido la declaración de San Juan Pablo II sobre la imposibilidad de ordenar mujeres a las sagradas órdenes [Nota de la Redacción: véase aquí asimismo la precisión sobre el alcance de esta declaración hecha en su día por la Congregación para la Doctrina de la Fe]. Ni siquiera son frecuentes los mandatos que, en cuanto Supremos Pontífices, pueden emitir para el gobierno de la Iglesia universal en lo que cae dentro de su competencia –que no es, por cierto, ilimitada; por el contrario, los papas posconciliares se han limitado a navegar en las aguas imprecisas y confusas del diálogo.

Por eso sorprende la declaración del actual Romano Pontífice en orden a que la reforma litúrgica, emprendida por el comité encargado de poner por obra los lineamientos litúrgicos del Concilio Vaticano II, es de carácter “irreversible”. En efecto, el pasado día 24 de agosto, en un discurso sobre la reforma litúrgica del papa Pablo VI, pronunciado frente a los participantes de la LXVIII Semana Nacional de Liturgia, el papa Francisco declaró: “Después de este magisterio, después de este largo camino, podemos afirmar con seguridad y autoridad magisterial que la reforma litúrgica es irreversible”.

Analicemos aquí brevísimamente el valor de esta declaración.

Lo primero que salta a la vista es que la enseñanza, que es propia del maestro de la Iglesia, no queda en absoluto clara. Incluso se puede decir que carece de contenido. No se declara bueno y conforme a la Fe materia alguna, ni se condena nada que se le oponga o la perjudique. La “irreversibilidad” de una reforma eclesiástica no es materia propia de una enseñanza ni pontificia ni de ningún otro carácter: a lo más es la expresión de un deseo, de una sentida aspiración de quien hace dicha afirmación. 



Naturalmente, queda entregado al criterio de los fieles, el si un determinado hecho histórico tiene o no consecuencias irreversibles. A quien conozca mínimamente el curso de las cosas humanas le parecerá dudoso que se pueda afirmar, respecto de cualquier episodio histórico, que “la rueda de la fortuna” está clavada y detenida. Nada hay más cambiante y voluble que la historia humana, incluida naturalmente la historia eclesiástica. 

El Santo Padre en dicho discurso, por otra parte, no sólo no define ninguna cuestión en disputa sino que no manda ni prohíbe nada. Quizá el Sumo Pontífice ha advertido lo riesgoso que sería entrar en ese terreno, viviendo todavía el papa Benedicto XVI, y habiendo en la Iglesia tal crisis litúrgica actualmente. No sería conveniente contradecir paladinamente lo expuesto por Benedicto XVI en el motu proprio Summorum Pontificum, y las probabilidades de despertar apasionadas reacciones en contra son muy grandes si, en este momento, se llegara a prohibir el milenario rito romano en su forma original.

Por eso es que, empeñar la autoridad magisterial en favor de un deseo o de una aspiración papal, no puede sino parecer una extraña e incomprensible actitud, quizá el enérgico deseo de que la liturgia siga caminando por el camino que actualmente lleva, que para muchos que saben de la materia es lamentable. Pero ello no implica aquí ejercicio ni de autoridad (no se puede imponer el compartir un deseo) ni de magisterio (con la expresión de dicho deseo no se enseña nada al Pueblo de Dios).   

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