miércoles, 9 de mayo de 2018

La Misa iluminista

Publicamos a continuación un artículo de opinión del Prof. Augusto Merino Medina, colaborador habitual de esta bitácora, en las que expresa una personal visión crítica acerca de la reforma litúrgica y de cómo el iluminismo influyó en ella. Por tal se entiende aquel movimiento cultural e intelectual (cuyo ámbito de alcance fue especialmente Francia, Reino Unido y Alemania)​ que comenzó en Inglaterra con John Locke (1632-1704) y la así llamada "Revolución Gloriosa" (1688), y se desarrolló desde mediados del siglo XVIII, teniendo como fenómeno histórico, simbólico y problemático la Revolución Francesa (1789) y el nuevo orden de cosas que de ahí surgió (la modernidad). Los pensadores ilustrados sostenían que el conocimiento humano podía combatir la ignorancia, la superstición y la tiranía para construir un mundo mejor. De esta manera, la razón era el medio de desterrar la ignorancia que el antiguo orden social y la fe católica habían sembrado en el mundo.  

Como hemos dicho en otras ocasiones (véase, por ejemplo, aquíaquíaquíaquí y aquí), la postura oficial de esta bitácora es que el rito reformado, pese a sus numerosas y evidentes falencias (las cuales no se refieren exclusivamente a los abusos litúrgicos, sino que comprenden también los defectos, ambigüedades y omisiones que se observan en la propia estructura del rito), es susceptible de ser enriquecido con la forma tradicional para hacerlo más digno y acorde con la tradición litúrgica de la Iglesia. Sólo así será posible hablar en verdad de dos formas de un único rito romano, como era el deseo de Benedicto XVI al permitir el libre uso de la liturgia de siempre por cualquier sacerdote. 

El autor

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La Misa “iluminista”

Augusto Merino Medina

La “Ilustración”, conocida también como “Iluminismo” es, como se sabe, aquel movimiento crucial de la historia cultural de Occidente, que se aceleró a mediados del siglo XVII, en que todas las fuerzas anticristianas y, especialmente anticatólicas, que venían incubándose en Europa desde hacía unos trescientos años, se instala en la vida del Viejo continente y en sus extensiones en otras partes del mundo, con el propósito de descristianizar la cultura, de derribar la sociedad cristianamente construida que había sido la tarea de la Iglesia por más de mil años, y de reemplazarla por algo radicalmente diferente, algo lleno de luz que, se decía, despejara las oscuridades del cristianismo, las supersticiones, las tenebrosas alianzas entre el trono y el altar. La revolución francesa de 1789 y otra serie de acontecimientos concomitantes dieron a la “Ilustración” el necesario apoyo geopolítico para poder desarrollarse durante el siglo XIX y XX. La revolución misma fue, en alguna medida importante, efecto de ese “siglo de las luces” como también se suele llamar al siglo XVIII por los “ilustrados”.

Pero, como la “Ilustración” aspiraba, en primer lugar, a “proyectar luz” sobre las inteligencias de los hombres, lo más importante fue el afán didáctico, pedagógico, de los “ilustrados”. El ejemplo de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), uno de los padres indirectos de la revolución francesa, quien dedicó su obra más cuidada, Emilio (1762), al tema de la educación de- los niños (para escribir la cual en paz se desprendió de todos sus hijos abandonándolos para siempre en un orfanato), es suficientemente elocuente: educar el logos por el logos aunque, en el caso de Rousseau, la formación de las emociones y de la sensibilidad ocupan también un importante lugar. Entre los masones, que vieron en esa revolución cultural su gran oportunidad de acabar con la Iglesia, el tema de la educación ha sido y es, coherentemente, primordial, testigo de lo cual es la historia de la educación pública (en todos sus niveles) en Hispanoamérica, la que casi en todas partes pasó, en el siglo XIX, a estar controlada por la masonería, hasta prácticamente el día de hoy (también los masones quisieron “hacer su América” aprovechando el desmembramiento del imperio español en estas tierras y la confusión que le siguió).

La “modernidad Ilustrada” nació, pues, con el afán de enseñar, con la misión pedagógica de formar el nuevo logos no cristiano con un nuevo logos, y con una intención clara y específicamente anticatólica. No es por eso extraño que el modernismo ilustrado, en su apogeo, aspirara por todos los medios a penetrar en la Iglesia, que había sido puesta en alerta por los papas desde el Beato Pío IX y, especialmente, por San Pío X. Como éstos y otros papas pusieran obstáculos a esta movida, el modernismo eligió, como estrategia, entrar por la puerta, supuestamente insospechable, de la liturgia, en la cual muy pocos pastores tuvieron la precaución de fijarse. Y así es como en el “Movimiento Litúrgico” que desde comienzos del siglo XX adquirió vigor en Europa, especialmente en Francia y en Alemania, los “modernos” o “iluministas” advirtieron que la Misa, es decir, la raíz misma de la vida cristiana, era una estupenda oportunidad para lograr sus propósitos: en primer lugar, la llamada “Misa de los catecúmenos” era el espacio pedagógico perfecto para inculcar nuevas ideas; pero, en segundo lugar, la Misa propiamente tal, que comienza a continuación con el Ofertorio es, por su riquísimo lenguaje simbólico, un vehículo incomparable para penetrar sin logos, o sea, sin ser advertidos, en el corazón mismo del pueblo católico.

Cuando, finalmente, con el Concilio Vaticano II, las tesis y proyectos de los “iluministas” infiltrados en la Iglesia e instalados cómodamente en ella tuvieron su gran oportunidad, el nuevo rito de la Misa fue transformado en su misma esencia y puesto al servicio de la “modernización”, es decir, de lo que se conoció como aggiornamento, que no era sino la revolución cultural y espiritual que había estado esperando la ocasión de demoler la Iglesia desde hacía 200 años. Pero esta vez no se trató de un asedio desde el exterior, sino que el ataque se realizó desde el interior, desde el corazón mismo de quien había sido la enemiga, “la infame”, en términos de Voltaire. Los tiempos actuales son especialmente apropiados para contemplar este fenómeno, que se desarrolla hoy con especial fuerza y desenfado.

En este texto, lo que nos interesa destacar es precisamente el carácter pedagógico de que se empapó el nuevo rito y que contribuyó poderosamente a la desvirtuación de la Misa tradicional, atenuando en ella la fuerza de los símbolos sagrados.

 Primera edición del Emilio de Juan Jacobo Rousseau

Como se sabe, desde los primeros siglos cristianos se incorporó a la liturgia de la Iglesia y, específicamente, a la Misa un elemento de catequesis, que servía para hacer participar a los catecúmenos en la fe que habían de profesar luego una vez bautizados (naturalmente, la catequesis se hacía de modo más extenso y profundo en otras instancias). Es la “Misa de los catecúmenos”, que consiste en las lecturas de la Sagrada Escritura y la explicación de las mismas por la homilía. Esta parte, en el rito romano, concluye con la recitación del Credo que, según algunos, se hacía en los primeros tiempos en forma de preguntas y respuestas, como en un aula, tal como se puede apreciar hoy en la Vigilia Pascual revisada por Pío XII. Finalizado el Credo, los catecúmenos debían abandonar el templo antes del comienzo de la acción propiamente sagrada, la renovación incruenta del Sacrificio de la Cruz, que comienza con la preparación de las especies que se ha de consagrar.

Es innegable que la Misa propiamente tal es una ocasión de aprendizaje de vida cristiana de un valor y eficacia incomparables, pero no forma en absoluto parte de sus fines el enseñar a los fieles con tono e intención pedagógicos, o el ser una especie de “escuela dominical” al estilo de muchas protestantes. Los fines de la Misa, como sabemos desde el catecismo, son cuatro: latréutico o de adoración; eucarístico o de acción de gracias; propiciatorio o satisfactorio, e impetratorio o de petición. Si la Misa es vehículo de enseñanza, lo es por la riqueza inconmensurable de su realidad, no porque sus ritos tengan una finalidad específicamente docente. La enseñanza o docencia de la fe, de sus verdades y de la práctica de la vida cristiana la Iglesia siempre la hizo en otras oportunidades, y hasta época muy reciente, sobre todo antes del Concilio Vaticano II. Cursos de retiro, conferencias, catequesis en las parroquias, círculos de estudio, en fin, el número de iniciativas de específica formación religiosa era casi inagotable. A ello se agregó siempre, por cierto, la preocupación de la Iglesia por la formación humana de los cristianos, de lo cual son preclaro ejemplo las universidades, que nacieron al alero de la Iglesia, y las obras educacionales que, sin interrupción a lo largo de los siglos, la Iglesia ha fomentado, en la cual se han empeñado una cantidad de grandes santos y a la cual se han dedicado muchísima órdenes religiosas y congregaciones.

Desde esta perspectiva, incluso los elementos de la “ante Misa” o “Misa de los catecúmenos” no tienen tanto un propósito didáctico -aun cuando en los primeros tiempos, como decíamos, sí se enseñaba con ellos a los catecúmenos- cuanto uno propiamente sagrado, integrante del fin latréutico: la lectura de la Palabra de Dios no está ahí primeramente para cumplir con ciertas finalidades pedagógicas sino para agradecer la bondad divina que, mediante la Palabra, se revela a los seres humanos. Por eso, la lectura del Evangelio, por ejemplo, está rodeada en el rito romano (y esto se suele respetar incluso en el rito de Pablo VI), de ceremonias y gestos como el incensamiento, la procesión con la cual se lleva el libro sagrado hasta el lugar apropiado, los cirios, el canto (y no la mera lectura) de las palabras de la Escritura, etcétera. Nada de esto tendría sentido si el propósito de las lecturas fuera comunicar un contenido intelectual a los fieles, o sea, si se procurara entregarles una información teológica por importante que fuere. Por el contrario, todo lo que hay de comunicación lógica y abstracta en la Misa -todo aquellos que no es comunicación simbólica-, es parte del culto sagrado, y debe observarse a su respecto el máximo de formalidad y de respeto ritual. Esta es una de las razones por las que, en el rito romano y otros de la Iglesia latina, no deja de causar cierta perplejidad la irrupción de la homilía, incluso cuando se la pronuncia con sentido sacral y sin el ánimo histriónico que a menudo la empapa y desfigura y que echa mano de recursos como la comicidad u otros análogos. Y no se diga nada de los concomitantes anuncios parroquiales de la índole más profana y prosaica.

¿Acaso significa todo esto que en la Santa Misa debe desterrarse, proscribirse y evitarse toda pendiente o derivación o efecto pedagógico propiamente tal? No, en absoluto. Por lo demás, si la Misa es celebrada con estricto apego a Tradición y a las rúbricas, ello es del todo imposible: la riqueza inagotable de los símbolos y ritos, hasta de los menores, es tal que los fieles son espiritualmente educados (mucho más que meramente “enseñados”) del modo más sobrenaturalmente eficaz que se puede imaginar. Esta educación traduce mucho más profunda y fielmente la idea de una “pedagogía” que la palabrería con que a veces se la pretende realizar. Palabrería que es, por cierto, quizá la nota más distintiva de la Misa “iluminista”, encarnada de modo insuperable en la Misa de Pablo VI: precisamente la idea de los ilustrados y modernistas en la Iglesia es hacer lógico y verbal cada rito, cada ceremonia, cada episodio, cada paso en el desarrollo de la Misa a fin de que los fieles “entiendan”. En la Misa de Pablo VI el asunto es clarísimo: todo se ha pensado a fin de que los fieles lo vean todo, lo oigan todo, lo comprendan inmediatamente todo -debido esto último a que el propio Concilio Vaticano II pedía, la “simplificación” de los ritos…-. La claridad, la “clarté” de Descartes, padre de los ilustrados franceses y de los modernos, es la norma litúrgica primordial en los ritos de Pablo VI, sin dejar espacio alguno para la contemplación espiritual (que es mucho más que la comprensión lógica de lo que fuere), para el lento decantar del sentido a lo largo de la vida del espíritu, para la mística profundización en las riquezas insondables de Dios.

Las explicaciones que dan los “animadores” de la Misa anunciando los pasos que vienen luego en ella; las intercalaciones espontáneas que los celebrantes se permiten introducir para declarar el sentido de los ritos que están realizando; las glosas que, incluso de las lecturas, dan los “animadores”, todo ello es una detestable intromisión en el curso de la acción sagrada de los criterios de los enemigos modernistas de la Fe, y debiera ser drásticamente reprimido. Supuesto, naturalmente, que hubiera en la Iglesia quienes ejercieran drásticamente su potestad de reprimir lo malo y de alentar lo bueno, por políticamente incorrecto que ello sea en la vida eclesial de nuestros días. 

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